El perturbador exorcismo espiritual en Saujil

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En Pomán hay un programa que se llama “Voces del más allá”, y se emite por Radio Opinión. Está conducido por Pablo, quien además se convirtió en un colaborador espontáneo de Zona Negra, y nos envió el siguiente material en una grabación. El número 7 de ZN-revista incluyó un imperdible testimonio de un periodista en España, que investigó sobre la práctica de exorcismo en el Santuario de Nuestra Señora de O Corpiño. Aquí, en Catamarca, la iglesia Evangélica parece estar más abocada al asunto, que la católica. Lo que sigue, es el relato en primera persona de una mujer que atravesó por esta experiencia estremecedora, e imborrable:

Soy Claudia Cativa, y voy a relatar algo que nos sucedió a mi hija y a mí, y que todavía tengo presente. Mi hija tiene diecisiete años, y esto pasó cuando ella tenía cuatro. Una noche, se despertó cerca de las cuatro de la mañana y comenzó a tener “ataques”… empezó a gritar, y de repente se callaba y parecía quedar dormida… no sé cómo explicarlo, pero aparentaba sufrir un ataque de epilepsia. A la medianoche siguiente esto se repitió, pero esta vez sus gritos ponían la piel de gallina, y no teníamos explicaciones de por qué gritaba… Cuando corríamos a su cuarto, ella se tiraba para atrás en la cama y quedaba con los ojos en blanco… como muerta.

Con mi esposo comenzamos a intentar hablarle, porque ya era espeluznante ver de qué manera ella estaba. Esto pasó durante varios días, hasta que nos decidimos a hacer algo, para saber qué estaba ocurriendo. Nosotros la cuidábamos de noche, turnándonos, porque teníamos miedo que le pasara algo. Una noche mi marido se levantó y me despertó diciéndome “ahora cuídala vos… te toca luchar a vos”. No olvido la vez que me dijo eso. Entonces me levanté mientras él se iba a acostar. Pero cuando comenzó a gritar de nuevo le dije a mi esposo “ya basta, no podemos seguir así!”.

Al otro día, que era domingo, decidí llevar a mi hija a la iglesia. Me preparé, cambié a los otros chicos, y le dije a él que vaya encendiendo la camioneta. Cuando entré a buscarla en la habitación, ella estaba sentada, y señalándome con un dedo me dijo: “de vos, me voy a desquitar… no sabes con quién estás tratando…”.

Sólo le contesté “no sé quién sos, pero a mi hija la vas a dejar…”. La voz de ella era ronca, como la voz de un hombre, no era la voz de una nena. Cuando la quise levantar, comenzó a gritar… la envolví en una campera y la saqué a la calle… eran como las siete de la tarde. Subimos a la camioneta y le dije a mi marido “vamos a la iglesia”, pero ella lo abrazó y le pidió “papito… no vayamos nosotros, dejó que vayan ellos… nosotros nos quedemos, porque tengo ganas de dormir…”.

El apagó la camioneta y dijo que nos íbamos a quedar, pero le contesté que no, que a mi hija o quien sea que estuviera en ella, iba a llevarla a la iglesia, les guste o no, aunque tuviera que irme caminando. Entonces mi esposo encendió otra vez el motor, y ella comenzó a gritar, aturdiéndonos tanto que en el retroceso para salir de casa la camioneta chocó a otro vehículo, pero le dije que no nos detuviéramos.

Al llegar a la iglesia, quienes estaban ahí se daban vuelta a mirar, porque escuchaban los gritos desgarradores, impropios en una nena. Cuando subimos al atrio se tapó los ojitos y repetía “yo no quiero entrar ahí”, y yo la tranquilizaba diciéndole “nadie te va a hacer nada, aquí vas a estar bien…”. Nos quedamos atrás, cerca de la puerta de entrada, hasta que pasó la misa. Los asistentes cada tanto nos echaban una mirada, porque parecían aturdidos con lo que pasó cuando llegamos. Al terminar la misa, se acercó el sacerdote, que en aquel tiempo era Renato, y nos dijo: “este es el segundo caso de posesión… en Rincón ya hubo uno antes, pero este es peor”.

Nos dijo que la única solución era viajar a la ciudad de Catamarca. Le pregunté de qué otro caso hablaba, y me comentó que se trataba de un chico de más edad que mi hija, al que quiso tratar pero fue empujado lejos, y no podían sujetarlo ni entre tres o cuatro personas, y les arrojaba con objetos. No pude conseguir que me diga quién era. Al día siguiente mi esposo viajó a San Fernando del Valle enviado a un sacerdote exorcista, viejito, que ya estaba retirado y sólo hacía ese tipo de trabajos. Le dijo que él podía hacer algo, pero nosotros teníamos que terminarlo en la casa.

El cura hizo una ceremonia de rezos y le dio a mi marido las indicaciones para que esa noche, cuando regresara al pueblo, continuáramos nosotros. Aquí nos preparamos todos pero mis otros hijos estaban temerosos porque se aproximaba la hora en que se producían los ataques, siempre pasada la una de la madrugada… Lo que teníamos que hacer todos los que estábamos en la casa, era formar un círculo tomándonos de las manos cuando empezara a gritar, sin soltarnos, porque podía correr peligro ella.

Cuando entró en ese estado horroroso, la rodeamos y le rezamos lo que el sacerdote nos había indicado. “Nada te turbe, nada te espante… todo se pasa, Dios no se muda… Quien a Dios tiene, nada le falta…”. Esa frase es la que más recuerdo que teníamos que repetir… Cuando iniciamos el rezo, ella se quedó en silencio y se sentó, diciéndole a mi esposo: “papito… ahí están las mujeres, las que me llevaban a ese lugar donde hay fuego, mucho fuego, y ellas me quieren atar y quemar ahí… Por eso yo grito, porque ellas me llevan!”.

Hicimos eso durante tres noches, y después los ataques desaparecieron. Una semana después, falleció mi esposo… y a veces pienso si él terminó pagando por su hija, o entregó su vida por ella. Hasta el día de hoy me pregunto si realmente puede haber gente tan mala, capaz de hacer esas cosas. Pero pasó algo antes de su muerte: un día me contó llorando, que iba caminando por el pueblo, con mi hija, y ella señaló a una mujer y le dijo “esa es una de las señoras…”. Es de aquí, de Saujil, vive actualmente, y pertenece lamentablemente a la familia de él. Hasta el día de hoy, a sus diecisiete años, mi hija le tiene terror a esta mujer, y si vos le preguntas (a pesar de los años transcurridos) ella no se olvida de aquel lugar adonde iba, o la llevaban.