Gustavo era tremendo y todo el tiempo corría, y cuando lo regañaba su maestra, él solo se reía. No hacía caso y todo lo que le dijeran le valía, hasta que se lo encontró la calaca a mediodía.
—Oye, Gustavo, qué mal te andas portando. Se me hace que al panteón conmigo te ando cargando.
Desde ese día, Gustavo ya no corre en los pasillos; ahora corre en el panteón junto a otros canijillos.